Entradas

Las tentaciones del diablo

 Tarma se ha distinguido por su acendrado catolicismo, por eso Santa Ana se hizo su Patrona y fervientes devotos veneran a su hija, la Virgen María, y a su divino nieto, Jesucristo.     El demonio tenía cólera por esto y se propuso llevar a su reino del Averno a cuanto tarmeño cayese en sus garras para reírse de su rival, Jesucristo. Hasta entonces, ningún tarmeño había llegado a las puertas del infierno.     Satanás en persona se puso a observar la vida y conducta de los tarmeños, porque se extrañaba que ningúno de ellos estuviera en el infierno al lado de tantos pecadores.    —Virtudes en exceso..., por allí está el lado flaco —dijo—. ¿Que no son pecadores? ¡Eso lo veremos! Y no le costó a Satanás encontrar lo que buscaba. Virtudes en exceso, hospitalidad y espíritu caritativo. Y al lado opuesto: jaranista y enamorado. Frotándose las manos de puro contento. Satán regresó a su reino satisfecho de haber encontrado el lado débil del tarmeño. P...

El buitre, de Franz Kafka (traducción de Borges)

Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra. Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre. —Estoy indefenso —le dije— vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos. —No se deje atormentar —dijo el señor—, un tiro y el buitre se acabó. —¿Le parece? —pregunté— ¿quiere encargarse del asunto? —Encantado —dijo el señor—; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿puede usted esperar media hora más? —No sé —le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí—: por favor, pruebe de todos modos. —Bueno —dijo el señor—, voy a apurarme. El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la...
Ante la ley, de Franz Kafka Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.    —Talvez —dice el centinela—, pero ahora no.    La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar . El guardián lo ve, se sonríe y le dice:    —Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.    El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su a...
El príncipe feliz, de Oscar Wilde En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. Por todo lo cual era muy admirada. -Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico. Y realmente no lo era. -¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito. -Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa. -Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, v...
La careta, de Julio Ramón Ribeyro Prendido de las rejas, Juan observaba el baile de máscaras que se daba en la casa del marqués de Osin. Era la Fiesta de la Risa, y todos habían acudido con unas caretas cómicas donde la boca enorme formaba una media luna entre las orejas desmesuradas. Juan hubiera querido entrar, pero las tiendas del pueblo se habían cerrado y no tenía dónde comprar una careta, ni era hábil para fabricársela. En vano tocó las puertas de sus conocidos buscando una prestada, porque todos habían ido a la fiesta con ella, y las casas estaban vacías de personas y de caretas. Las danzas, las serpentinas, el tintineo de las copas, lo hacían temblar de emoción, y, regularmente, un mozo pasaba por su lado obstruyendo la visión, más elegante que un canciller, con una bandeja enorme donde humeaban manjares.     Por fin se le ocurrió una idea. Fue a su casa y untó su rostro con bermellón. Se puso su dominó y, frente al espejo, ensayó la más grande de sus sonrisas. El...

El profesor suplente

El profesor suplente , de Julio Ramón Ribeyro Hacia el atardecer, cuando Matías y su mujer sorbían un triste té y se quejaban de la miseria de la clase media, de la necesidad de tener que andar siempre con la camisa limpia, del precio de los transportes, de los aumentos de la ley, en fin, de lo que hablan a la hora del crepúsculo los matrimonios pobres, se escucharon en la puerta unos golpes estrepitosos y cuando la abrieron irrumpió el doctor Valencia, bastón en mano, sofocado por el cuello duro. -¡Mi querido Matías! ¡Vengo a darte una gran noticia! De ahora en adelante serás profesor. No me digas que no… ¡espera! Como tengo que ausentarme unos meses del país, he decidido dejarte mis clases de historia en el colegio. No se trata de un gran puesto y los emolumentos no son grandiosos pero es una magnífica ocasión para iniciarte en la enseñanza. Con el tiempo podrás conseguir otras horas de clase, se te abrirán las puertas de otros colegios, quién sabe si podrás llegar a la Univ...
El crucificado , de Mario Levrero Fue lo bastante astuto o estúpido como para deslizarse entre nosotros sin hacerse notar, y cuando Eduardo lo advirtió tuvo que aceptarlo, porque había una ley tácita de que las cosas debían permanecer o desenvolverse así como estaban o transcurrían; si en cambio hubiera pedido permiso, sin duda lo habríamos rechazado. Tenía pocos dientes, era flaco y barbudo, muy sucio, la cara amarronada, de transpiración grasienta, y el pelo enmarañado y largo. Un olor mezcla de halitosis, sudor y orina. Llevaba un saco hecho jirones, demasiado grande, y pantalones mugrientos y rotos. Lo que en él más llamaba la atención, sobre todo al principio, era la posición de los brazos perpetuamente abiertos y rígidos. Después se supo que tenía las manos clavadas a una madera y, examinándolo más a fondo, descubrimos que la madera formaba parte de una cruz (cubierta por el saco), rota a la altura de los riñones, y que terminaba cerca de la nuca. Las heridas de las manos ...