Ante la ley, de Franz Kafka Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar. —Talvez —dice el centinela—, pero ahora no. La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar . El guardián lo ve, se sonríe y le dice: —Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera. El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su a...
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Mostrando entradas de abril, 2020
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El príncipe feliz, de Oscar Wilde En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada. Por todo lo cual era muy admirada. -Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico. Y realmente no lo era. -¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito. -Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa. -Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, v...
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La careta, de Julio Ramón Ribeyro Prendido de las rejas, Juan observaba el baile de máscaras que se daba en la casa del marqués de Osin. Era la Fiesta de la Risa, y todos habían acudido con unas caretas cómicas donde la boca enorme formaba una media luna entre las orejas desmesuradas. Juan hubiera querido entrar, pero las tiendas del pueblo se habían cerrado y no tenía dónde comprar una careta, ni era hábil para fabricársela. En vano tocó las puertas de sus conocidos buscando una prestada, porque todos habían ido a la fiesta con ella, y las casas estaban vacías de personas y de caretas. Las danzas, las serpentinas, el tintineo de las copas, lo hacían temblar de emoción, y, regularmente, un mozo pasaba por su lado obstruyendo la visión, más elegante que un canciller, con una bandeja enorme donde humeaban manjares. Por fin se le ocurrió una idea. Fue a su casa y untó su rostro con bermellón. Se puso su dominó y, frente al espejo, ensayó la más grande de sus sonrisas. El...